7/1/08

vergüenza ajena


Lo que les voy a contar tiene que ver con el viejito que aparece en la foto.

Después de mucho tiempo de no salir a hacer fotos a conciencia, me dirigí a los alrededores de la Sagrada Familia, intentando encontrar alguna imagen que me despertara del letargo que significa vivir a tres manzanas de la obra de Gaudí y verla cada día. Mientras me retorcía en el suelo, adoptando las posiciones más inverosímiles con la intención de encontrar una imagen que al día de hoy aun no he podido conseguir, y para disimular lo ridículo que me sentía, se me ocurrió preguntar al señor que miraba insistentemente, sobre esos botellines de madera que estaba intentando fotografiar. Haciendo gala de la lucidez y los reflejos de un chaval de veinte años, el viejito no tardó en contragolpear al escuchar mi inocultable acento argentino, preguntando cual era mi país de origen a la vez que hacía un gesto con su mano para que me acercara. Cuando quise darme cuenta ya me había hecho sentar a su lado para explicarme las reglas del juego de los botellines, y relatarme su historia de inmigrante en Buenos Aires, en ese orden.

Había trabajado en el tranvía de Buenos Aires desde el año ‘49 hasta su cierre definitivo (creo recordar que mencionó el año 1963), momento en el cual decidió regresar a España. Lo primero que le pregunté fue que recuerdos tenía de mi país, intentando encontrar alguna nostálgica complicidad. Me habló de la dura vida que llevaban los inmigrantes que, como él, habían cruzado el charco para hacer la América, italianos y españoles principalmente. Españoles serios y muy trabajadores, capaces de hacer jornadas de más de 35 horas sin descansar, e Italianos admirables, que aun después de largas jornadas laborales en el tranvía, continuaban trabajando colectivamente en la construcción de sus casas, primero la de una familia, después la otra y así. Le pregunté si había tenido compañeros de la tierra, grande fue mi sorpresa cuando, aun después de más de 40 años, advertí que no podía ocultar el rencor que había sentido contra aquellos que, ya desde esos años, conocían las bondades del “carné de afiliado peronista”, que les habilitaba para tener tres trabajos de tiempo completo (sin asistir a ninguno) y cobrar en consecuencia. Me quedé mudo y por un instante recordé momentos de mi vida en Argentina en los que me había sentido como él. No tuve fuerzas ni ganas de hacer comentarios al respecto… sentí vergüenza ajena y no supe qué decir.

Cuando quise darme cuenta había pasado más de media hora, Silvana me esperaba en casa. Me despedí agradeciéndole por su tiempo, y asegurándole que cuando me cruzara con él en mi próximo intento de safari fotográfico urbano por los alrededores de la Sagrada Familia lo buscaría para continuar con nuestra charla.

Ahora, una semana después, aún sigo pensando ello
¿Qué podría haberle respondido?,
¿le podría haber explicado qué es un “ñoquis”?,
¿tendría que haberme solidarizado con su rencor?,
¿decirle que esa modalidad de militancia política ha sido explotada por todos los gobernantes, sin distinción de partidos, y que cambiarla es poco menos probable que mover el obelisco de lugar?, ó
¿tendría que haberle contado que existe mucha gente que, como él, sufre actualmente esas desigualdades y no tiene mas opción que seguir conviviendo con ello?

Creo que en el fondo y a pesar de todo lo que extraño de Argentina, me he dado cuenta que aun después de haber pasado 6 años viviendo en Barcelona, yo tampoco he dejado de sentir un poco de rencor por ese tipo de conductas que impunemente se reflejan por doquier, y de las que, en algún momento, voluntaria o involuntariamente, todos hemos sido cómplices.

No hay comentarios: